La Técnica Cinematográfica

 Técnica Cinematográfica. La técnica del cine consiste en hacer pasar ante nuestros ojos varias imágenes por segundo, dándonos así la ilusión del movimiento; en efecto las imágenes percibidas por nuestra retina no se borran instantáneamente. Esta es la razón por la que nuestro ojo no percibe más que una línea continua de fuego cuando agitamos un tizón en la oscuridad.

Una de las vías por las que la tradición occidental ha intentado oponerse al orden de cosas imperante en su estructura socio-económica ha sido el arte. Dentro de las peculiaridades de tales manifestaciones tenemos que la más destacada de todas es la rebelión “contra la convicción moderna capitalista de que el goce estético tiene su dimensión más adecuada en el orden esencial de la apropiación cognoscitiva del mundo. Su actitud es profundamente anticognoscitista”.1 Tal rebelión pasa por el descentramiento de los presupuestos representacionales tradicionales, con su culto a la objetivación socialmente sancionada, pretendidamente fiel y concisa a los datos de los sentidos, así como por la liberación de los impulsos anti racionalistas por medio del “dispendio festivo”.


En este marco plenamente contestatario, las propuestas de las manifestaciones artísticas de cuño “vanguardista” intentaron sobrepasar los niveles de percepción hechos a la medida del mundo productivo, instrumental y utilitario, propios del sistema capitalista que ha imperado en el plano mundial en los últimos quinientos años. Por medio de lo que la crítica conservadora consideró en su momento exabruptos, dislates o francos sinsentidos, los artistas de esta especie lograron hacer un espacio receptivo para sus creaciones, conformando así una “presencia disfuncional en medio de la vida rutinaria”.2

Durante el siglo XX este talante rebelde no declinó, sino que se diversificó a otras manifestaciones artísticas; una de ellas, de primordial importancia, ha sido el cine. A través del empuje de directores que se consideraron a sí mismos artistas y no simples maquiladores de una industria global y lucrativa, se logró una serie de intensificaciones del propósito original del arte festivo y rebelde de la alta modernidad.

Así, por medio del uso extravagante y enriquecido de los recursos formales y técnicos de la cinematografía, lo que en términos generales se conoce como “cine de autor” ha puesto en el candelero una constelación de retos a la comodidad de lo esperado. Ejemplos de ello son las cintas de directores como Godard (dentro de los de la vieja escuela), con su disruptiva cámara sobre rieles en movimientos unilaterales,3 o David Lynch (dentro de los de la nueva escuela), con su inmensa capacidad para trasladar al lenguaje fílmico estados alterados de conciencia o “fugas psicogénicas”, que cuestionan desde la realidad cinematográfica la preeminencia de lo subjetivo y todos los atributos que la tradición le ha asignado,4 por mencionar solamente dos casos paradigmáticos que han marcado como pocos al arte cinematográfico.

En este sentido, la afirmación de que el arte de ruptura, en general, y el cine experimental, en particular, se oponen a la tradición sancionada por el establishment es precisa. Pero hay aquí un matiz de importancia: se oponen pero no rebasan lo establecido. A través de la historia del arte de ruptura se observa una constante en dos partes: por un lado, tras un periodo más o menos breve de escándalo, ninguneo o represión, esas propuestas artísticas son engullidas por el modo de ser del sistema-mundo capitalista; por otro lado, tanto en su concepción original como tras su integración sistémica, éstas se vuelven comprensibles únicamente para unos cuantos. Normalización y elitismo son dos caras de una problemática paradoja que todo arte vanguardista y contestatario ha enfrentado desde antaño y que, hasta la fecha, no ha podido dar solución definitiva


Quizá el primero en observar el modo en que esto opera de manera puntual fue Theodor Adorno. En su ya indispensable crítica a la industria cultural del capitalismo observó que “Cuanto más sólidas se tornan las posiciones de la industria cultural, tanto más brutalmente puede obrar con las necesidades del consumidor, producirlas, guiarlas, disciplinarlas, suprimir incluso la diversión: para el progreso cultural no existe aquí ningún límite”.5 Esto nos lleva al principio global del arte masificado del siglo XX, cuyo paradigma es el cine. Me parece que bien podemos enunciar el juicio de Adorno como un principio general de absorción, cuya enunciación sería: PGA: Todo aquello que pueda ser incorporado al mercado del entretenimiento lo será sin importar el valor relativo previo al descubrimiento de su valor de intercambio dentro de éste.

PGA es operativo de manera universal y, en términos generales, tiene como resultado el que prácticamente ninguna manifestación cultural, por “contestataria” que sea, puede eludir algún tipo de participación dentro de la industria cultural. En este sentido, el principio establece que, dadas las condiciones actuales, el sistema es indestructible. Sólo es posible atacarlo, pero no pulverizarlo. El ataque habrá de ser ideológico o estético, es decir, dentro del sistema, usando los elementos propios de éste. Su principio de normalización impele a que las obras que en su momento fueron disruptivas tarde o temprano sean reabsorbidas por el modo de ser del sistema, retornando incluso para “recibir una aceptación comercial, en ocasiones monstruosamente exagerada”.6

[El cine] se inventa a sí mismo, sin antecedentes, sin referencias, sin pasado, sin genealogía, sin modelo, sin ruptura ni oposición. Es natural e ingenuamente moderno. Y mucho más por ser resultado de una técnica sin ambición artística concreta. Cuando los hermanos Lumière ponen el cine a punto, lo hacen como industriales, no como artistas… El arte no crea la técnica, es la técnica lo que inventa el arte.7

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